Y muy recomendable, la web oficial de esta catedral.
EL tiempo hace la obra. Maestra. Mucho más que el artista. La primera vez que vi Notre Dame recién limpiada, mis ojos percibieron un horrible decorado en cartón piedra. Mis ojos. Mi cabeza sabía que el ministro culpable de aquello tenía razón: André Malraux dominó el arte de tener, sobre todo, razón en sus errores. Y era cierto que aquel juego de tinieblas sobre piedra que añorábamos los oficiantes de la anacronía, no lo había puesto el arte sino la mugre menos venerable: la de los tubos de escape de los automóviles. Pero el fantasma de Notre Dame que desasosiega a los de mi edad está tejido en la tela de araña de esas sombras aleatorias que poetizan recovecos imposibles en la piedra. Y la catedral, que no fuera obra de arte sino lugar de culto para quienes la alzaron, dejó de ser religiosa para elevarse a sagrada, en el instante en el cual el fantasma del tiempo suplantó al edificio. Y a sus dioses. Para alzar lo sola verdad absoluta de lo trascendente: lo bello que ninguna mano humana pone, que sólo el tiempo teje en ensoñaciones que son la única materia del alma. Donde hubo artesanía bien trabada, lo sagrado implosiona en luz y sombra. E inventa la mirada. Y al que mira. Y miente ser el único exorcismo de la muerte.
A cuatro pasos de aquella inesperada arquitectura reluciente que me negaba yo a aceptar hacia el inicio de los años setenta, en los discretos talleres del Louvre, vuelve a librarse ahora la misma paradoja e idéntica guerra. Puede que en grado más puro, porque al cuadro de Leonardo que representa al niño Jesús entre la Virgen y Santa Ana no lo amenaza la corrosión que había ido haciendo tan vulnerables las piedras catedralicias. La restauración del que es, junto a la Gioconda, la herencia más alta de Da Vinci en pintura, ha provocado ya la dimisión de dos máximos especialistas en pintura italiana del museo. El tiempo hace la obra. La voluntad humana basta con que no interfiera el milagro. Y, si necesario es saber que la sombra que nos conmueve no fue planificada por la mano que guiara el pincel, más necesario nos es apreciar cómo el tiempo puso desasosiegos en los cuales se construyó nuestra mirada, que es nosotros. Cada época inventa lo visto. Que sólo en esa ficción existe. La intemporalidad del arte es eso: espejo, cuya turbiedad cada generación debe azogar de nuevo.
El tiempo hizo de los templos griegos teorema de marmórea geometría: línea y blanco. Ver el Partenón como Platón lo viera, cubierto de colores vivos, sería una experiencia tan desoladora como mirar el Leonardo sin sombras de los restauradores. Amo las bellas ruinas, que son don del tiempo. Ya hay demasiados cromos. Lo sagrado es penumbra.