Santuario de Delfos, Grecia. Fuente de la imagen: Wikipedia, Public Domain |
ACTIVIDAD GRECIA. COMPRENSIÓN Y ANÁLISIS DE TEXTO.
Lee
detenidamente este texto. Subraya el vocabulario que no entiendas y busca su
significado en un diccionario. A continuación responde al cuestionario sobre
este documento.
DOS PEQUEÑAS
CIUDADES EN UN PEQUEÑO PAÍS
(...) Grecia era una pequeña
península con unas pocas ciudades también pequeñas de comerciantes, con grandes
montañas y campos pedregosos que sólo podían alimentar a un número reducido de
personas. A todo ello se sumaba el hecho de que la población, según recuerdas,
pertenecía a distintas tribus, sobre todo a las de los dorios, en el sur, y los
jonios y eolios, en el norte. Estas tribus no eran muy diferentes entre sí en
lengua y aspecto, simplemente hablaban en varios dialectos que podían entender
si querían. Pero a menudo no lo deseaban. Como tantas veces suele ocurrir,
aquellas tribus vecinas tan próximamente emparentadas no podían soportarse
mutuamente. Se burlaban unas de otras y, en realidad, se tenían celos. Lo
cierto es que Grecia no había conocido un rey ni una administración comunes,
sino que cada ciudad era un reino por sí misma.
Había sin embargo algo que
unía a los griegos: su religión común y sus deportes, también comunes.
Curiosamente, no se trataba de dos asuntos dispares,
sino que el deporte y la religión estaban estrechamente ligados. Cada cuatro
años, por ejemplo, se celebraban en honor de Zeus, el padre de los dioses,
grandes competiciones en su santuario. Este santuario se llamaba Olimpia; había
en él grandes templos y también un campo de deportes, y allí acudían todos los
griegos, dorios y jonios, espartanos y atenienses, para demostrar su fuerza
corriendo a pie y arrojando discos, lanzando la jabalina, practicando el pugilato y compitiendo en carreras con
carros. Vencer en Olimpia se consideraba el máximo honor que podía alcanzar una
persona en su vida. El premio consistía en una sencilla rama de olivo, pero los
triunfadores eran festejados maravillosamente: los mayores poetas cantaban sus
combates con magníficos cantos y los máximos escultores modelaban sus estatuas
para Olimpia, estatuas en las que se les veía como conductores de carros o
lanzando el disco o, también, untándose el cuerpo con aceite antes de la lucha.
Estas estatuas de vencedores existen todavía hoy y es posible que hayas visto
alguna en el museo de la ciudad donde resides.
Como los juegos olímpicos,
que se celebraban cada cuatro años, eran visitados por todos los griegos,
constituían un cómodo medio de contar el tiempo para todo el país en conjunto.
Esta práctica se generalizó progresivamente; de la misma manera que hoy decimos
«después del nacimiento de Cristo», los griegos decían «en la olimpiada número
tal». La primera olimpiada fue el 776 a. C. ¿Cuándo fue la décima? ¡No olvides
que sólo tenían lugar cada cuatro años!
Pero los juegos olímpicos no
eran el único elemento común entre los griegos. El segundo era otro santuario, el del dios del Sol, Apolo,
en Delfos. Se trataba de algo extraordinariamente peculiar. Allí, en Delfos,
había en la tierra una hendidura de
la que salía vapor, como suele ocurrir en las zonas volcánicas. Quien lo
aspiraba se sentía obnubilado en el
verdadero sentido del término, es decir, que el vapor lo sumía en una confusión
tan grande que le hacía pronunciar palabras incoherentes, como si estuviera
borracho o con fiebre. Ese hablar aparentemente sin sentido
les parecía sumamente misterioso a los griegos, que pensaban: el propio dios
está hablando por la boca de un ser humano. Así pues, colocaban a una sacerdotisa—llamada
Pitonisa—sobre un asiento de tres patas encima de la grieta, y los demás
sacerdotes interpretaban sus palabras, balbuceadas por ella en trance. De ese
modo se predecía el futuro. Era el oráculo de Delfos, y los griegos de todas
las regiones peregrinaban allí en cualquier circunstancia difícil de la vida
para consultar a Apolo. A menudo, la respuesta no era nada fácil de entender y
se podía interpretar de diversas maneras. (...)
Nos fijaremos ahora en dos
de las ciudades griegas, las dos más importantes: Esparta y Atenas. Ya hemos
oído hablar de los espartanos. Sabemos que eran dorios que sometieron a los
habitantes del país y, tras invadirlo en torno al año 1100 a. C., los hicieron
trabajar en los campos. Pero aquellos siervos eran más numerosos que sus
señores, los espartanos. Así pues, éstos tenían que estar siempre atentos para
no ser expulsados de nuevo de allí. Tampoco podían pensar en nada más que en
ser fuertes y belicosos, a fin de reprimir a los siervos y a los pueblos
vecinos que seguían siendo libres. En realidad no pensaban en
otra cosa. Su legislador Licurgo se había preocupado de que fuera así. Cuando
venía al mundo un niño espartano de apariencia débil e inútil para la guerra,
se le mataba lo antes posible. Pero, quien fuera fuerte, debía fortalecerse
todavía más y para ello tenía que ejercitarse de la mañana a la noche y
aprender a soportar dolores, hambre y frío; comía mal y no debía permitirse
ningún placer. A veces se golpeaba a los muchachos sin motivo, sólo para que se
acostumbraran a aguantar el dolor. Esta clase de educación se sigue llamando
todavía hoy «espartana». Y, como sabes, tuvo éxito. En las Termopilas, el año
480 a. C., todos los espartanos se dejaron masacrar por los persas según
ordenaba su ley. Poder morir así no es ninguna nimiedad. Pero poder vivir es,
quizá, todavía más difícil. De eso se preocuparon los atenienses. Su propósito
no era llevar una vida grata, sino una vida con sentido. Una vida de la que
quedara algo tras la muerte para quienes vinieran después. Verás cómo lo
consiguieron. Los espartanos, en realidad, habían llegado a
ser tan guerreros y valerosos por puro miedo. Por miedo a sus propios siervos. En Atenas había muchos menos
motivos para el temor. Allí todo era distinto. No existía aquella presión.
También en Atenas había imperado en otros tiempos la nobleza, como en Esparta.
También había habido allí leyes rigurosas escritas por un ateniense llamado
Dracón. Eran tan rigurosas y duras que actualmente se sigue hablando de dureza
draconiana. Pero la población ateniense, que había llegado lejos a bordo de sus
naves y había visto y oído de todo, no aceptó aquello durante mucho tiempo.
Un miembro de la propia
nobleza fue tan sabio como para intentar implantar un orden nuevo en aquel pequeño
Estado. Aquel noble se llamaba Solón; y la Constitución que dio a Atenas en el
594 a. C., es decir, en tiempos de Nabucodonosor, se llamó solónica. Según
ella, el pueblo, los ciudadanos atenienses, debían decidir siempre por sí
mismos qué hacer. Tenían que reunirse en la plaza del mercado de Atenas y
emitir allí sus votos. Las decisiones serían las de la mayoría, que debía
elegir además un consejo de hombres experimentados que las pusieran en
práctica. Ese tipo de Constitución se llamó gobierno del pueblo; en griego,
democracia. Es cierto que no todos los habitantes de Atenas formaban parte de
los ciudadanos con derecho a votar en la asamblea. Había diferencias según la
fortuna de cada cual. Por tanto, muchos habitantes de Atenas no participaban en
el poder. Pero cualquiera podía llegar a hacerlo. Así pues, todos se
interesaban por los asuntos de la ciudad. Ciudad se dice en griego polis, y los asuntos de la ciudad eran
la política.
Durante un tiempo, no
obstante, algunos nobles que se habían ganado el afecto del pueblo se hicieron
con el poder. Esos gobernantes individuales se llamaron tiranos. Pero el pueblo
los expulsó pronto; y a partir de entonces se procuró aún más que gobernara
realmente el propio pueblo. Ya te he contado lo inquietos que eran los
atenienses. Movidos por el miedo a llegar a perder por segunda vez su libertad,
expulsaban de la ciudad y desterraban a todos los políticos de quienes temieran
que podían contar con demasiados seguidores y convertirse así en soberanos
individuales. El mismo pueblo libre ateniense que venció a los persas fue el
que, luego, trató con tanta ingratitud a Milcíades y Temístocles.
Hubo sin embargo alguien con
quien no se portó así. Se trataba de un político llamado Pericles. Sabía hablar
en las asambleas de tal manera que los atenienses siguieron creyendo siempre
que eran ellos quienes decidían y determinaban qué debía hacerse, cuando, en
realidad, hacía ya tiempo que Pericles había tomado una decisión. No porque
ocupara algún cargo desconocido hasta entonces o poseyera un poder especial,
sino sólo por ser el más habilidoso. De ese modo se abrió paso hacia lo más
alto, y a partir del año 444 a. C.—número tan hermoso como el periodo que
designa—dirigió propiamente la ciudad en solitario. Lo más importante para él
era que Atenas siguiera siendo una potencia marítima, lo que consiguió mediante
alianzas con otras ciudades jónicas, obligadas a pagar impuestos a Atenas a
cambio de la protección garantizada por esta poderosa ciudad. Así, los
atenienses se enriquecieron y pudieron comenzar a llevar a cabo también grandes
cosas gracias a su talento.
Seguro que al llegar aquí te
impacientarás y dirás: pero bueno, ¿cuáles fueron esas maravillas realizadas
por los atenienses? A lo que tendré que responderte: en realidad, todo tipo de
cosas; aunque se interesaron en particular por dos: la verdad y la belleza.
En sus asambleas, los
atenienses habían aprendido a hablar en público sobre cualquier asunto y a
tomar postura con argumentos y réplicas. Aquello era bueno para aprender a
pensar. Al cabo de poco tiempo no se limitaron a buscar esa clase de argumentos
y réplicas sólo para cosas tan obvias como si era necesario aumentar los
impuestos, sino que se interesaron por toda la naturaleza. En ello les habían
precedido, en parte, los jonios de las colonias, o ciudades de cultivadores.
Los jonios habían reflexionado para saber de qué esta hecho el mundo y cuale s
la causa de todo cuanto sucede y acontece.
Esta reflexión se llama
filosofía. Pero en Atenas no se reflexionó o filosofó sólo acerca de ello, sino
que se quiso saber también qué deben hacer los seres humanos, qué es lo bueno y
lo malo, lo justo y lo injusto. Se preguntaron para qué están en realidad los
humanos en el mundo y qué es lo esencial en todas las cosas. Como es natural,
no todos eran de la misma opinión respecto a estos complicados asuntos y hubo
opiniones y orientaciones diferentes que polemizaron entre sí con
razonamientos, igual que en las asambleas. Desde entonces, esa reflexión y ese
polemizar con razones, que llamamos filosofía, no ha cesado ya nunca.
Pero los atenienses no se
paseaban arriba y abajo en sus recintos de columnas y centros de deporte para
hablar de cuestiones relativas a qué es lo esencial en el mundo, cómo puede
conocerse y qué es lo importante en la vida; y no dirigieron una nueva mirada
sobre el mundo sólo con el pensamiento, sino también con los ojos. Los artistas
griegos reprodujeron las cosas del mundo de manera tan innovadora, sencilla y
bella como si nadie las hubiera visto antes de ellos. (...) En ellas vemos
hermosos hombres reproducidos sin ninguna pose, como si fuera la cosa más
natural del mundo. Y, precisamente, lo más natural es lo más bello.
Con esa misma belleza y
humanidad modelaron entonces las imágenes de los dioses. El escultor de dioses
más famoso se llamaba Fidias. No creó imágenes misteriosas y sobrenaturales,
como las enormes estatuas de los templos egipcios. Es cierto que algunas de sus
esculturas para los templos eran de gran tamaño, además de suntuosas y
preciosas, al estar realizadas en marfil y oro; pero, no obstante, poseían una
belleza tan sencilla y una gracia tan noble y natural que nunca resultaron
sosas o delicadas, lo que hacía inevitable sentir confianza en aquellas
imágenes de dioses. La pintura y las construcciones de los atenienses eran como
sus esculturas. Sin embargo, no se ha conservado ninguna de las pinturas con
que ornamentaban los espacios cubiertos. Lo único que conocemos son pequeñas
figuras en recipientes de cerámica, en vasijas y urnas; pero son tan bellas que
podemos imaginar lo que hemos perdido.
Los templos siguen en pie.
Se levantan incluso en la propia Atenas, donde todavía existe, ante todo, la
ciudadela, la Acrópolis; allí, en la época de Perícles, se construyeron nuevos
santuarios de mármol, pues los antiguos habían sido quemados por los persas
mientras los atenienses se encontraban en Salamina. Esta Acrópolis sigue siendo
hoy la construcción más bella de cuantas conocemos. No hay en ella nada
especialmente grande o fastuoso. Es simplemente bella. Cada detalle está
configurado de manera tan clara y sencilla que nos hace pensar que no podría
haber sido de otro modo. Desde entonces se han empleado continuamente en
arquitectura todas las formas utilizadas allí por los griegos, como las
columnas helénicas con sus diferentes tipos, que puedes encontrar en casi todas
las casas de la ciudad si llegas a observar con atención. Es cierto que en
ningún lugar son tan hermosas como en la Acrópolis de Atenas, donde no se utilizaron
como embellecimiento y decoración, sino para lo que fueron pensadas e
inventadas: para sostener el peso del tejado como apoyos modelados con belleza.
Los atenienses reunieron
estas dos cosas, la sabiduría del pensamiento y la belleza de las formas, en un
tercer arte: el de la literatura. En este terreno hicieron un descubrimiento:
el teatro. En origen, el teatro estuvo también unido a la religión, como el
deporte, con sus festivales dedicados al dios Dionisos, llamado también Baco.
Esas obras teatrales se interpretaban durante los días de su fiesta y solían
durar una jornada entera. Las actuaciones eran al aire libre, y los actores
llevaban grandes máscaras que les cubrían la cara y tacones altos para que se
les pudiera ver con mayor claridad desde lejos. Se han conservado en parte las
obras interpretadas entonces. Entre ellas hay algunas serias, de una gravedad
grandiosa y solemne. Se llaman tragedias. Pero también se ponían en escena
piezas divertidas, obras que se burlaban de algunos atenienses en concreto.
Eran muy mordaces, chistosas e ingeniosas. Se llaman comedias. Podría seguir
hablándote largo rato y con entusiasmo de los historiadores, los médicos, los
cantantes, los pensadores y los artistas atenienses. Pero es mejor que, con el
tiempo, contemples tú mismo su obras. Ya verás como no he exagerado nada.
E. Gombrich, Breve historia del tiempo
Cuestionario
1)
¿La
antigua Grecia tenía un único rey que dirigía a esta civilización?
2)
¿Qué dos
cosas unían a los griegos?
3)
¿Qué
premio recibían los triunfadores de las Olimpiadas?
4)
Define
qué es un santuario. ¿Por qué era muy importante el Santuario de Delfos?
5)
¿Cuáles
eran las dos ciudades más importantes de la civilización griega?
6)
¿Cómo se
denominaban a las ciudades en la antigua Grecia?
7) Averigua
qué es la Acrópolis de Atenas.
9)
Define
las siguientes palabras que aparecen en el texto:
·
dispares
·
pugilato
·
santuario
·
hendidura
·
obnubilado
·
siervos